De mis diarios. Fidel, otra mirada
La única vez que viajé a Cuba no quise perderme un fragmento de uno de los últimos discursos de Fidel. Egresada de la súper ideologizada Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, nada me era más agresivo que el pregón comunista dividido, durante años infinitos, en tres carriles de alta velocidad: el de los negacionistas de la ferocidad estalinista; otro, concentrado en la complicidad con “la revolución cultural” del maoísmo bajo el dominio de “los cuatro magníficos”, a cargo de la temible y temida “Madame Mao”; y ¡faltaba más!, el más ancho, prolongado y frecuentado “en las tierras calientes” a cargo del culto al Comandante Castro, modelo del héroe vencedor del Imperio. Las tres vertientes de “la pasión revolucionaria”, al margen de contenidos y referentes geográficos, se unían en “todos a una” al denostar periodistas, injuriar maestros y/o escritores que se atrevían a dudar de su probidad e increpar a críticos. Presumían “exhibirlos” con adjetivos vejatorios. No se diga de la costumbre de negar denuncias y brutalidades y, por supuesto, “desmentir” con encono los que no fueran loas, encubrimientos, complicidades y desmesuras del sistema y de los partidos comunistas y sus santos patrones.
A pesar del cúmulo de denuncias sobre crímenes, encarcelamientos, persecuciones y demás crueldades cometidas por el régimen, Castro era el modelo a imitar en el imaginario colectivo: móvil viviente en la identificación inconsciente de un destino. Su gesta superaba las también idílicas de Bolívar y Martí. Vigente hasta las postrimerías del siglo pasado, a nadie parecía importarle que fuera atosigante la propaganda dentro y fuera de la isla y dentro y fuera de la UNAM. Repetidas a voz en pecho durante más de cinco décadas, las consignas devocionales oscilaban entre la religiosidad y el hartazgo. Plagada de fotografías, alusiones y reverencias, Cuba era según se decía y se confirmaba estando ahí, “la Cuba de Fidel”, inclusive ponderada en la casa de Hemingway, transformada en otro santuario de la ortodoxia revolucionaria.
La Plaza Cívica estaba a tope y él, arriba, hablaba alto, como un dios. Hablaba, hablaba y no paraba de hablar bajo un calor de justicia mientras yo, con los ojos cerrados, los pies ardiendo y sudando a chorros, pensaba que tanta alharaca tenía décadas de antigüedad y que nada me sorprendía; pensaba, además, que sin desdoro de lo logrado en la isla era inevitable no considerar la tarea de Joseph Goebbels y su dirección en el Ministerio del Reich para Ilustración Pública y Propaganda. Desde que los nazis tomaron el poder en 1933, los oficios de Goebbels serían el brazo derecho de Hitler.
Yo estaba ese día ante la propaganda ideológica pura y dura en las postrimerías del siglo XX: instrumento de combate que no dejaría espacio sin tocar en los libros, en las aulas, en las reuniones, en los levantamientos armados, en las alcobas, en los corrillos, en octavillas… Inclusive llegué a creer en su enorme capacidad de dominar las mentes extranjeras porque, en el colmo del fanatismo, no faltó el huésped de paso que se empeñaba en meter el castrismo a mi vida privada. Es decir y sin distingo de doctrina o propósito, comprobé de qué tamaño llega a ser el poder de la propaganda al servicio del poder absoluto. De golpe, en la Plaza sentí la lección de la historia que eterna e irremisiblemente se desatiende.
No ocurrió entonces ni se dijo nada que no conozcamos ni que hayamos dejado de padecer, salvo que ahora la propaganda se trasmite con tecnología de punta. Aun los populismos que se presumen de “izquierdas” y enemigos del capitalismo que en buena parte los dota de sentido, los huérfanos de doctrina usan las redes sociales para persuadir y convencer incautos, ingenuos y ávidos de notoriedad. Los sobrantes del comunismo, en extinción desde el derrumbe de la URSS, trasmutaron las otrora plegarias del antiimperialismo y su correlativo odio al capitalismo en mensajes “transformadores”, redentores del mal causado por sus antecesores y en promesas de nuevos Mesías.
Primer indicio del poder de Castro que sentó el precedente en la América Latina, la propaganda cifró la norma del régimen desde el día en que, tras el fallido asalto al cuartel de Moncada, en 1953, proclamó que “la propaganda no puede ser abandonada ni un minuto, porque es el alma de nuestra lucha”. Renovados por la circunstancia mundial, sus contenidos sostuvieron a Fidel con extraordinaria eficacia hasta su senectud y su silencio definitivo. Los “viudos” y aprendices de su estilo cambiaron la diana de sus ataques. En vez de imperio, imperialismo, capitalismo, contrarrevolucionarios y traidores de la revolución nutrieron su retórica populista con ataques contra el neoliberalismo, las democracias liberales, los conservadores, los ambientalistas y defensores de las energías limpias, los discrepantes, los pensantes y críticos; en suma, dirigieron su demagogia en favor de la autocracia y las ideologías que solo las buenas gentes creyeron superadas.
Me dijeron que tuve la suerte de estar en La Habana ese día para ver y oír al “Compañero”, primer ministro del gobierno de Cuba y primer secretario del comité central del Partido Comunista de Cuba. Aturrullada por el calor extenuante y el zumbido de los congregados en la Plaza Cívica, me acometió una extraña sensación de irrealidad. Medio que entendía frases y palabras-baúl que el gran hombre repitió hasta su muerte fechada, a los 90 de edad, el 25 de noviembre de 2016: “con la revolución todo, contra la revolución nada…” Tampoco olvidó las coronas de su retórica que taladraron el cerebro de varias generaciones: “Esta es la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes…” ¿Les suena de algo? Más lo infaltable y cifra del héroe: “Condenadme, no me importa, la Historia me absolverá...” Incapaz de contagiarme del impostado entusiasmo popular, me alejé del lugar anticipando, para mis adentros, lo que después de unas horas se dejaría oír hasta millones de kilómetros de distancia: Patria o muerte, venceremos, como acababa sus peroratas.
A propósito de sus funerales y durante las semanas que siguieron leímos en la prensa datos curiosos, recogidos por sus biógrafos. Se calculaba, por ejemplo, que pronunció más de 2,500 discursos, la mayoría de pie y de cinco o más horas de duración. Que en 1959 habló ¡9 horas sin parar! Y que, por miedo a los atentados, dormía todas las noches en una casa distinta. Los afanes propagandísticos que rozan el delirio de los populistas que se han convertido en quebraderos de cabeza me hicieron recordar la voz, el tono, el cancaneo, las pausas, las increpaciones y los desafíos de que era capaz el dios en la tierra, el Padre de la revolución tropical, líder insustituible en el sagrario de los héroes y, al final, un ruinoso anciano con la voz entrecortada y cara de loco, las barbas y el pelo ralos, de aspecto doliente y vestido con pants, que, expuesto a homenajes de despedida lo sacaban de su encierro de años, acaso con el propósito de exhibirlo como un fantoche mortal, marcado por los horrores cometidos dizque en nombre de la revolución.